
Facundo Terraza (38) es un escritor, columnista y autor de la obra «Lagrimas del Pecado», que obtuvo el prestigioso premio a Mejor Novela de Ficción y Terror Psicológico en el Centro Cultural Palabras Convocantes de Mendoza.
La Geografía Secreta del Amor Platónico
Hace catorce inviernos y catorce primaveras que mi mirada se ha anclado en tu existencia, en un rito de contemplación que bordea lo sagrado. No te he mirado; te he bebido en silencio, como se bebe el misterio de una noche estrellada.
Tus ojos, pozos de un marrón ancestral, guardan un brillo que no es solo reflejo de la luz, sino la braza de un secreto antiguo. Tu cabello, una cascada de noche indomable, se derrama sobre tus hombros como un velo tejido por la sombra.
Años, una eternidad detenida, he guardado el deseo de quebrar este muro de cristal que nos separa. Anhelo no solo hablarte, sino escuchar la melodía oculta de tu alma; penetrar la caligrafía de tu vida para saber si la dicha te visita, si la felicidad te viste cada mañana.
¿Qué constelación de pensamientos arde detrás de tu frente? ¿Qué es lo que verdaderamente se esconde en la profundidad de tu mirar, ese abismo donde la palabra se disuelve? Quiero desentrañar el mapa de tu mente, tocar la fibra más íntima de tu espíritu.
Siempre te encuentro ahí, sentada, enigmática, pensativa, como una estatua de mármol que espera una revelación. Estás tan cerca que siento tu aliento en el aire, pero tan lejana como un sueño olvidado en otra vida.
¿Quién sos, aparición etérea? ¿Cuál es el diseño secreto de tu destino? Solo sé que sos mi enigma predilecto, la sombra luminosa que da sentido a mi permanencia.
El Silencio, Farsa del Diálogo Eterno
El día empieza siempre igual, medio dormido y apurado. Me levanto de golpe porque siempre le robo unos minutos extra al despertador. Salgo corriendo hasta la parada del colectivo. Desde ahí, mi cabeza empieza a luchar contra lo aburrido de viajar dos horas todas las mañanas al trabajo y, al volver a la tarde, la misma carrera. Catorce años. Catorce años que se han convertido en una rutina agotadora que hace que todo parezca sin sentido.
La oficina es más de lo mismo, repetir movimientos hasta cansarme. Miro atrás y es un pozo: catorce años pasaron volando, sin darme tiempo a frenar y pensar, solo para ver las mismas caras cubiertas. Pero lo que más me fastidia es el colectivo. Ahí no hay chance de que pase algo diferente; es solo sentarse y ver siempre las mismas cosas. En la oficina, al menos, la rutina se rompe de vez en cuando; en el micro, nada cambia nunca.
Pero aquella noche, por primera vez en catorce años, el cuerpo me traicionó a favor de un misterio. Desperté antes que el sonido, emergido de un sueño de una densidad tan vívida que se sentía más real que la propia almohada. Uno de esos sueños que se palpan, que confunden al espíritu al volver a la conciencia, dejándote desorientado, con el sabor agridulce de lo que se ha perdido. La desazón al asumir que lo interesante, lo que había despertado una alegría olvidada, solo pertenecía a la niebla.
La ironía era lacerante: había soñado con el colectivo, con la misma ruta, pero la sensación era opuesta a mi realidad. En el sueño, no solo estaba extrañamente feliz, sino que sentía una liviandad inusitada, como si el peso de esos catorce años de rutina se hubiera disuelto por completo. El aire que respiraba era distinto, cargado de una expectativa gozosa, una paz que desconocía en la vigilia. En el sueño, yo hablaba con vos; y no era solo una charla, sino un entendimiento profundo que se tejía con cada frase. Me contabas fragmentos de tu vida, y yo no escuchaba datos, sino melodías. Me sonreías con una complicidad que trascendía la lógica, y esa sonrisa generaba en mí la certeza, la convicción abrumadora de haber llegado a puerto. Sin entender cómo, sin tener la menor idea de quién eras, la sensación del sueño me decía que te conocía desde siempre, desde un tiempo anterior a esta vida. El encuentro se sentía como una verdad irrefutable, un reencuentro del alma. Pero aquí, en el despertar frío, solo eras una pieza inerte del paisaje de mi viaje diario, y esa felicidad tan tangible, tan recién experimentada, se convertía en la pena de lo que nunca se podrá alcanzar.
Llegué a una idea, una conclusión: tal vez somos lo que hacemos sentir a los demás. Y si es así, mi yo más importante es el que pudo conocerte en ese lugar que no existe.
Salí a la calle otra vez apurado. Pude subir al bus justo a tiempo. Y mientras todos se sientan para mirar hacia adelante, aceptando el final del viaje, yo elijo el asiento de espaldas. Prefiero darle la espalda al destino seguro para fijarme en el misterio de las caras. Quiero descubrir esos gestos que aparecen cuando el viaje los libera de tener que fingir.
Desde mi lugar de observador, veo los ojos de un pasajero brillar cuando un rayo de sol entra de golpe. Veo cabezas apoyadas en la ventana, mirando la nada con una concentración profunda, como si escondieran una vida secreta. Y soy testigo de la vergüenza de una pareja que, por miedo a que los vean, se dan un beso rápido y tembloroso, una pequeña victoria contra la mirada de los demás.
Y en medio de todas esas soledades, te miro a vos. Tan lejana, tan metida en lo tuyo, que lo único que compartimos es este aire viciado del micro. Es raro: me siento tranquilo al entender a los demás, pero con vos, me gana el miedo, esa parálisis que me impide acercarme.
Entonces, paro. Dejo de mirarte y miro por la ventana. Veo los edificios pasar rápido, el paisaje que se escapa, y mi imaginación se activa. Me invento la charla imposible: rompo el silencio, hablamos de la vida, pasamos por todos los sentimientos. Sueño con que un rayo de sol muy fuerte me ciegue, y al abrir los ojos, al salir de esa pereza de mirar el vacío, te encuentre sentada a mi lado. Para poder, al fin, decirte ese simple, pero tardío, «¡Hola!».
Pero, como siempre, el momento se fue. Llegó la parada. Ya te bajaste, desapareciste en la gente, y esta historia que nadie ve, esta trama de silencios, hoy suma otro capítulo triste a lo que nunca pasó. Solo estás en el mapa de mis sueños. Y es ahí, en ese lugar perfecto donde al fin te conocí sin miedos ni límites, donde vas a quedarte para siempre, irreal e intocable.












