Tasas en alza, salarios en caída y ventas en retroceso
La Argentina vuelve a caminar sobre la cornisa de su propia inestabilidad. En apenas dos meses, la tasa de interés que los bancos ofrecen por plazos fijos saltó del orden del 30% a niveles cercanos al 50% anual. Un movimiento brusco, decidido no por la competencia genuina de mercado, sino por un apretón monetario del Banco Central que, en nombre de la estabilidad, puede terminar hundiendo aún más a los sectores productivos y a las familias de ingresos medios y bajos.
El Gobierno endureció los encajes bancarios, encareció el acceso a la liquidez y convalidó tasas más altas en sus licitaciones de deuda. El resultado inmediato fue un encarecimiento general del dinero. A los grandes bancos, estas medidas les permiten mejorar su spread financiero. Pero para el resto de la economía real, el efecto es devastador: créditos más caros, financiamiento inaccesible y caída del consumo.
La paradoja es que, mientras se busca frenar la presión sobre el dólar y contener la inflación, la medicina aplicada —contracción monetaria y suba de tasas— termina deprimiendo la actividad económica y castigando a quienes menos espalda tienen para soportar la recesión.
¿Quién paga la factura?
La otra cara del ajuste se ve en los ingresos de la población. El poder adquisitivo de los salarios viene en caída sostenida, incapaz de acompañar la inflación de alimentos, transporte y servicios básicos. Los acuerdos paritarios quedan rápidamente desactualizados, y cada mes los trabajadores sienten cómo el sueldo se achica en la práctica.
La consecuencia directa es la caída de las ventas minoristas y del consumo masivo. Comercios de barrio, supermercados y ferias registran retrocesos, mientras los pequeños y medianos empresarios advierten que no logran sostener sus niveles de actividad. A la restricción de crédito se suma una demanda interna debilitada, lo que configura un cóctel recesivo de difícil salida.
Los pequeños comerciantes, que dependen del crédito de corto plazo para financiar mercadería, se encuentran ahora frente a un muro. Las líneas bancarias, ya limitadas, se encarecen a tasas que superan cualquier rentabilidad esperada. Muchos optan por paralizar compras, reducir personal o directamente bajar la persiana.
Los profesionales independientes, que suelen financiar inversiones mínimas en equipamiento o capital de trabajo con préstamos personales, ven cómo sus ingresos pierden poder adquisitivo frente a tarifas y alquileres en alza, mientras los bancos elevan los costos de financiamiento. El círculo vicioso es evidente: menos actividad, menos ingresos, más morosidad.
En la base de la pirámide social, el impacto se multiplica. Con inflación persistente y salarios que no acompañan, las familias de menores recursos no acceden a los plazos fijos que prometen un supuesto resguardo frente a la pérdida del peso. Lo único que les llega son los aumentos en la canasta básica y en el transporte, derivados del mismo torniquete monetario y de las presiones cambiarias que se intentan contener a fuerza de tasas.
La política económica actual parece diseñada para un país distinto: uno con un sistema financiero robusto y una población bancarizada que pueda beneficiarse de rendimientos financieros. En la Argentina real, la de la feria barrial y el monotributista que paga su alquiler con dificultad, la argentina que no baja del 30% de pobreza. El resultado es más desigualdad y desprotección.
Riesgos hacia adelante
El escenario inmediato ofrece tres posibles caminos: una moderación de tasas si la tensión cambiaria se relaja, la persistencia de niveles cercanos al 50% si el Gobierno mantiene la presión sobre los bancos, o un salto aún mayor si la corrida cambiaria vuelve a asomar. Ninguno de esos caminos ofrece certezas de reactivación; todos contienen riesgos para una economía ya debilitada.
La apuesta oficial es sostener el ancla nominal a través del torniquete monetario. Pero la historia argentina muestra que los anclajes financieros sin respaldo productivo terminan erosionándose con más rapidez que la deseada. Y el costo lo pagan siempre los mismos: los trabajadores, los pequeños empresarios y los sectores más vulnerables.
El diagnóstico se impone con crudeza: la estrategia del Gobierno, obsesionada con absorber pesos y subir tasas, puede otorgar un respiro momentáneo en los mercados financieros, pero erosiona día a día la confianza en la economía real. No hay plan de desarrollo, no hay crédito productivo, no hay horizonte para quienes generan empleo y sostienen el tejido social.
La economía argentina, frágil y desigual, necesita algo más que recetas de manual monetarista. Sin una política que apunte al crecimiento, la producción y la distribución del ingreso, los plazos fijos en alza no serán un signo de estabilidad, sino un nuevo síntoma de un país atrapado en su propio laberinto.