La política argentina parece atravesada por una sensación de dolor constante, semejante al de una muela que no deja de latir. Un alfiler que pincha el nervio: eso es hoy la sucesión de escándalos de corrupción, tanto en figuras ligadas al kirchnerismo como en el actual gobierno libertario. Casos que involucran desde la metamorfosis empresarial de Ariel García Furfaro —de verdulero a dueño de laboratorios medicinales que fabricaban medicamentos contaminados— hasta audios que revelan un engranaje de coimas en el área de Discapacidad bajo la administración de Javier Milei, con nombres que alcanzan a Karina Milei y a Eduardo “Lule” Menem.
La acumulación de estas revelaciones genera una sensación de infección que no se detiene, que no encuentra remedio y que, sobre todo, expone un límite que excede a los nombres propios: lo que cruje no es tanto la representatividad política —que sigue existiendo en tanto los votos se siguen emitiendo— sino la estructura social, económica y política del país.
Corrupción y apatía electoral
Es cierto que los analistas suelen recordar que la corrupción no define elecciones. A lo largo de la historia, distintos gobiernos han sido ratificados en las urnas aún bajo fuertes sospechas de manejos turbios. Sin embargo, estos episodios sí generan un hartazgo acumulativo que termina por corroer la confianza en el sistema. Ese desgaste es el que alimenta proyectos mesiánicos, autocráticos o directamente antipolíticos.
Milei es hijo de esa crisis estructural. Su triunfo presidencial no representó una crisis de representatividad en el sentido clásico, sino un grito de fondo contra el sistema en su conjunto. El odio a la “casta” —una categoría difusa pero potente, que amalgama al político corrupto, al puntero clientelar, al burócrata sindical y al empresario coimero— sintetizó la bronca social contra décadas de promesas incumplidas y degradación institucional. Fue ese rechazo visceral lo que Milei supo capitalizar como combustible de su campaña.
La crítica al sistema y sus contradicciones
Pero esa narrativa de pureza antisistema comenzó pronto a resquebrajarse. Primero, con el escándalo de las criptomonedas, que dejó en evidencia vínculos y manejos poco transparentes. Luego, con la necesidad política de sellar alianzas con sectores tradicionales de la “casta”, a la que había prometido combatir. Y ahora, con los casos de corrupción ligados a fentanilo y a coimas en el área de Discapacidad, que golpean el corazón de un gobierno que se presentaba como adalid de la honestidad brutal.
En poco tiempo, la idea del libertario incorruptible se desvaneció y dejó paso a una imagen más parecida a lo que decía combatir. El resultado es una población cada vez más incrédula: ya no le cree a nadie.
Si alguien quiere buscar explicación al creciente ausentismo electoral, debería buscar por este lado.
El arco político, lejos de interpretar este fenómeno, persiste en hablarse a sí mismo. La política se volvió, en gran medida, “política para los políticos”. Discusiones cerradas, autorreferenciales, incapaces de dar respuestas al malestar social que atraviesa a las mayorías. Mientras los dirigentes se refugian en lógicas de pasillo y en disputas internas, la ciudadanía queda afuera, con la sensación de que sus problemas no encuentran ni siquiera traducción en el lenguaje de quienes dicen representar.
La representación.
Ante esta fractura y la incapacidad de las fuerzas políticas por renovarse, no es descabellado que la población empiece a explorar caminos alternativos por fuera de la política tradicional.
La consecuencia de este proceso no es menor: la degradación social avanza cuando la “ejemplaridad arriba” está signada por lo que vemos. Si lo que se observa en las cúpulas es impunidad, corrupción y cinismo, la reacción “abajo” puede ser la imitación de esas conductas o, en el mejor de los casos, la apatía: no ir a votar, no participar, replegarse. Es la fiebre que delata la enfermedad de fondo.
¿Existe un “remedio”? Pero… ¿Quién puede ofrecerlo cuando todo parece adulterado? Esa es la pregunta central de este tiempo. Tal vez el “remedio” este en una vuelta al démos en forma directa, la idea del surgimiento de nuevos referentes, que ganen su autoridad en su actividad cotidiana en ONG, asociaciones civiles,barrios o facultades. Tal vez sea buscando donde debe residir el verdadero poder.
Lo cierto es que, más allá de los nombres, lo que se discute hoy no es solo quién gobierna, sino cómo se reordena el poder y sobre todo cómo se supera un sistema que está hecho añicos. La legitimidad es una fuerte base a tener en cuenta en un sistema que no soporta más parches.