
Facundo Terraza (38) es un escritor, columnista y autor de la obra «Lagrimas del Pecado», que obtuvo el prestigioso premio a Mejor Novela de Ficción y Terror Psicológico en el Centro Cultural Palabras Convocantes de Mendoza.
Estando enfermo debo pensar lo contrario
de aquello que pienso estando sano
(pues si no, no estaría enfermo);
debo sentir lo contrario de lo que siento
Alberto Caeiro
El agua helada bajaba de las montañas, saltaba y se deslizaba, caía en cascadas esmeraldas, con el color del deshielo, formando caminos líquidos entre los cerros y dándole vida a un paisaje desértico que de otra manera habría sido árido y sin vida.
Se sumergió con los pies descalzos en la vertiente hasta que el líquido cristalino le cubrió los gemelos. Las piernas de Mariza y su rostro se enrojecieron, y tuvo que empezar a respirar con dificultad, luchando contra el frío que le penetraba hasta los huesos, la abrazaba con su fuerza.
Mientras se sentaba allí, las lágrimas empezaron a brotar, fusionándose con el arroyo, llevándose sus penas. A pesar de que la temperatura hacía que su cuerpo doliera, ella seguía firme, resistiendo.
El sonido del agua cayendo de la vertiente, el paisaje tranquilo, los sentimientos, la hacían sentirse viva en ese momento. A pesar de que su cuerpo estaba luchando, ella sabía que se estaba destruyendo por dentro, y que la vida seguía su curso como el agua entre los cerros sin importar sus emociones.
Una mezcla de sentimiento y un dolor en el pecho la retorcía por completo, producto no solo de la helada tarde de invierno, sino de la profunda angustia que le pesaba.
Mientras miraba hacia abajo, su respiración generaba nubes de vapor en el aire que se confundían en el cielo. El sol se ocultaba lentamente detrás de las montañas y su mente se perdía en un mar de pensamientos mientras el paisaje se tornaba oscuro ante sus ojos.
De repente se levantó de un salto, empezó a despojarse de sus ropas, una a una hasta quedar completamente desnuda. Cada prenda que caía al suelo era un paso de liberación de la tensión que la atormentaba. Finalmente se adentró a la pequeña laguna que se había formado a un brazo del río, dejando que sus pensamientos se desvanecieran junto con el vapor que se elevaba de su cuerpo.
Ese miércoles por la madrugada, mientras el frío calaba sus huesos, descubrió a su abuelo sin vida en su cuarto. Aunque había estado preparada para su muerte, el dolor fue demasiado duro y pasaron días de depresión e incertidumbre ya acumulados por lo de sus padres donde se encontró buscando una salida. No tenía palabras ni rezos, ¿cómo comunicarle al universo su dolor? Se abrazó al agua desnuda, con el invierno mostrando sus dientes, esperando morir abrazada por el agua.
Ese mismo día al caer el anochecer, Mariza permanecía inmóvil en la orilla del arroyo, con la mirada perdida en el cauce. Los copos de nieve comenzaron a caer lentamente sobre ella. Su piel enrojecida temblaba sin cesar, pero ella seguía allí, sin fuerzas para moverse. Finalmente, decidió ponerse de pie, casi desfallecida y a punto de vomitar.
Aún no era su tiempo. Caminó desnuda sin rumbo por el árido terreno, sorteando las duras piedras y espinas que se interponían en su camino. Unas casas de madera apenas se veían a lo lejos y nadie podría asegurar que estuvieran pobladas. Cuando llegó a su pequeña casa, tomó unos troncos que tenía debajo de la mesa y los encendió en la salamandra junto con unos papeles. Desnuda y temblorosa, se acurrucó
junto al fuego. Dentro de la casa aún estaba el cuerpo rígido y morado de su abuelo. Los años lo mataron como pretende con todos y lo había dejado ahí, acostado, frío como el invierno, quieto. Allí se durmió, para siempre.












